
Nunca he estado en un confesionario.
Miento. Una vez entré, pero no supe qué decir. No por falta de “pecado”, sino mas bien por falta de cultura-católica. Ese mismo día, quise comulgar. Estuve en la fila. Avancé. Llegué de cara a la hostia. Nuevamente no supe qué decir y me devolví a mi asiento. Tenía 8 años y era la misa de aniversario de mi colegio de niñas (de niñas, no de monjas ni señoritas). Mitológicamente, las alternativas que teníamos eran ir a la misa o barrer el patio, por lo que –como era de esperar- los patio seguían sucios y todas partíamos –con cara de santas y en filita- a la parroquia de Viña.
Luego de ese día, nunca más me acerqué a un confesionario. Y las veces que he ido a misa se han concentrado en matrimonios y funerales. Eso, a pesar de haber estudiado y trabajar bajo la atenta mirada de la cruz.
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